Clásico de trasnoche veraniega

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  Torneos de verano eran los de antes. Los que se jugaban en la última semana de enero y casi todo febrero.
No existía esta sobredosis del siglo XXI. De enfrentamientos sin ton ni son desde el 3 ó 4 de enero, con jugadores que tratan de mostrar con más entusiasmo el tostado playero que la habilidad para ganar un mano a mano.
No hace falta remarcar que el juego también era de otro tono. Los equipos grandes tiraban a la cancha todas sus figuritas, nos las reservaban como ahora por una pequeña contractura en el isquiotibial de la pierna derecha. No señor. Jugaban el Bocha, Burru y Maranga en Indepependiente, el Chino Tapia, Cabañas y Giunta en Boca; el Enzo, Enrique y Alzamendi en River; Rubén Paz, Colombatti y el Toty Iglesias en Racing; Ortega Sánchez, Perazzo y la chancha Rinaldi en San Lorenzo…
Esos jugadores disfrutábamos, los mismos que luego iban a ser figuras en los torneos, no los que los técnicos de ahora utilizan como banco de pruebas para partidos que parecen de entretenimiento.
Pero bueno, en realidad yo no quería hablar de esos clásicos que siempre se jugaban en Mar del Plata. Mi idea era hablarles de unos clásicos de trasnoche. Esos que se jugaban un poquito más tarde, apenas terminados los duelos veraniegos que mirábamos por Canal 9.
Eran clásicos que se armaban pasada la medianoche con estas condiciones: un arco triangular, pelota de color claro y número impar de jugadores.
Paso a explicar. El arco era triangular porque se buscaba el poste de luz que tenía de sostén un grueso alambre acerado y fuertemente trenzado. El alambre bajaba desde la unión del poste con los cables del alumbrado y se enterraba cementado como a tres metros del palo. Había que hacer goles en ese triángulo que se veía apenas con la luz del foquito amarillento.
Lo del color de la pelota no era un capricho. El alumbrado público no era muy potente y entonces había que contar con una pelota bien llamativa. Más de una vez pintamos el cuero descolorido con un esmalte sintético blanco, amarillo o celeste, que sobraba en el galpón de algún vecino. Hasta parecía una pelota flamante en los primeros minutos del clásico de trasnoche.
Ahora vamos al número impar de jugadores. Generalmente éramos cinco o siete, uno iba al arco y los pares armábamos duplas para jugar todos contra todos, siempre pateando hacia el mismo arco triaungular.
Hoy quieren agregar cámaras a la altura de la línea de gol para que los árbitros no queden ridiculizados por la TV que tritura todo lo que puede. Polémicas eran las que se armaban cuando aparecía un remate fuerte hacia el arco triangular y no se veía bien si la pelota, casi siempre con poco aire y bien gastada, pasaba por arriba o abajo del alambre acerado.
Ahí no existía el telebeam, ni el ojo de halcón…, nada de nada. El de mayor convicción –muchas veces sustentada por un físico más grande que el del rival-, se imponía en el duelo de partes.
No había árbitros, ni reloj. La finalización era a eso de las dos y media de la mañana. Cuando las piernas imploraban un descanso y el corazón se resignaba a una derrota indeclinable.
Porque en esos clásicos no decía basta el que iba ganando. No señor, casi como en la arena romana, el vencido caía a los pies del gladiador que podía contar a la mañana siguiente, y con lujo de detalles, la manera que ganó el inigualable clásico de trasnoche.