Como si fuera ayer

   La verdad que estas fechas de fin de año son perturbadoras. Desacomodan lo que tanto costó amoldar en las estanterías del sentido común durante once de los doce meses.

       Hay que cocinar en un día lo que no se cocina en una semana. Hay que pintar en una semana lo que no se pintó en un mes. Hay que comprar en un mes, todo lo que no se compró en un año.

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       Y en la incomodidad del tiempo de los inescrupulosos balances, el tipo hace lo que repite desde que tenía 9 años. El 24 de diciembre a la mañana, cuando la ciudad es un volcán a punto de estallar, saca de una caja de cartón desarticulada un gorrito tipo piluso y se lo pone en la cabeza. Busca otra gorrita con visera y la ubica debajo del brazo. Los dos, el gorrito piluso y la gorrita con visera están visiblemente descoloridos.

No le interesa absolutamente nada que los vecinos lo miren extrañados, como sucede todos los años. Tampoco le da importancia que el gorrito piluso le quede un poco chico a la cabeza de 41 años. Se lo acomoda como puede y camina por la vereda.

       Busca el kiosco de siempre a pesar que ya cerró hace veinte años. Pero lo que le interesa es que en el frente todavía están esos cinco escalones de cemento. Es lo único que quiere, lo único que necesita.

En el trayecto pasa por un almacén y compra lo que le endulza el alma desde los nueve años: un paquete de galletitas Rumba, dos alfajores Guaymallén y una Coca.

cuento-como-si-fuera-ayer-foto-2Sabe que el paquete de Rumba ya no trae doce galletitas como hace treinta y pico de años, que el Guaymallén no tiene el mismo dulce de leche con gusto a caserito de aquellos tiempos y que la botella no será de vidrio y de un litro, como la vendían allá por los ’70. Pero el ritual es lo que vale. Ese es su momento, el tiempo que quiere inmortalizar cada 24 de diciembre.

No se olvida que cumple con esa ceremonia desde los 9 años porque lo empezó a hacer cuando la excusa fue festejar con el hermano mayor, el haber pasado a cuarto grado. Eso le daba cierto aire a persona grande porque al año siguiente iba a empezar la Escuela yendo al turno mañana. Todo un acontecimiento, porque además iba a acompañar al hermano mayor que ya había pasado a sexto.

Piensa en ese momento y mientras espera el vuelto por la compra de las Rumba, los Guaymallén y la Coca, aprieta con fuerza la gorrita con visera. Esa en la que apenas se nota aquel Gauchito que hizo de mascota en el Mundial ’78.

Le quedan dos cuadras más hasta los escalones que daban a la puerta del kiosco. Y recorre la vereda encogiendo el cuerpo, queriendo hacerse chico de golpe, como cuando el Chapulín Colorado tomaba aquella pastillita que lo hacía pequeñín.

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Se imagina con los bolsillos cargados de bolitas, las zapatillas rotas en la punta y los cordones desatados. Pero aunque tiene los ojos un poco hinchados por la misma angustia de siempre, sonríe por la picardía de haberle robado al hermano mayor, el deseo de tener los cordones desatados.

Es que esa era su manía, su capricho. El andar con los cordones sueltos le daba al hermano mayor un aire de desfachatez que él nunca pudo imitar. Con un impulso se agacha y se desata los cordones de las zapatillas. Y vuelve a sonreír.

Hasta entrada la adolescencia anduvieron juntos. Dos años se llevaban. Y enseguida recuerda lo que la mayoría repetía: “parecen mellizos, andan para todos lados juntos”.

Juntos. La palabra le taladra la frente. Juntos hasta que él tenía 13 años y el hermano mayor 15. “Tiene una enfermedad en la sangre”, le dijo la madre. “¿Si se opera se le va?”, había preguntado con toda su inocencia. “No, Dios lo tiene que curar”, contestó otra vez la madre sin mirarlo a los ojos.

       Pero Dios no pudo, no quiso o no supo. Tampoco es cuestión de echarle toda la culpa de nuestros padecimientos a Dios, pensó, como si fuera Él el único responsable de todos nuestros males y sólo nosotros los dueños de las alegrías.

       Llegó a los escalones, frente a lo que alguna vez fue un kiosquito verde. Se sentó en el anteúltimo de los cinco escalones, puso la botella de Coca en uno de los primeros y colocó la gorrita con el Gauchito del Mundial ’78 en un costado.

       Abrió primero las Rumba, repartió la mitad de un lado y la mitad del otro. Un alfajor Gaymallén de cada lado. Comió la porción que le correspondía de las galletitas y un alfajor. Midió a ojo que la botella de Coca llegara hasta el medio, se limpió la boca con el revés de la mano, se acomodó el gorrito piluso, levantó la gorrita de visera con la imagen del Gauchito del ’78, la mandó otra vez abajo del brazo y volvió a recorrer el mismo trayecto hasta casa.

       La mitad de las Rumba, un alfajor Guaymallén y lo que quedó de la Coca, se calentaban bajo el fuerte calor de diciembre en unos escalones de lo que alguna vez fue un kiosquito verde.

       Diez minutos más tarde, pasó un chico de diez años. Primero miró con algo de desconfianza, pero eran las diez y no había desayunado. Se sentó en los escalones. No tenía gorrita con visera, pero sus zapatillas estaban con los cordones desatados.

                                  Alejandro Carrizo